EL ALMIREZ DE BRONCE

No recuerdo ni como ni cuando he llegado hasta aquí. Tampoco sé por qué me encuentro en este lugar. Estoy en una gran sala, dos esculturas flanquean una gran puerta a mi derecha. A mi izquierda, una puerta de doble hoja con grandes vidrieras translúcidas me hace sospechar que hay alguien tras ellas.

Es suelo de baldosas en blanco y negro dispuestas a modo de damero ejerce un poder hipnótico en mí. Trato de recordar en vano. Lo único que sé con certeza es que de forma súbita he aparecido en este lugar. Pese a que está bien iluminado, limpio y ordenado, este sitio me inquieta. Tengo una siniestra sensación.

Me dirijo hacia las puertas a mi izquierda, las abro y observo un pasillo. El piso está enlosado de igual manera, al final, otras puertas idénticas a las que acabo de atravesar. Me introduzco en su penumbra hasta llegar a ellas. Poso mi mano en el picaporte y haciendo uso de una gran fuerza tiro de él atrayendo una de las dos hojas hacia mí. 

Descubro una estancia idéntica a la que pretendo abandonar. De frente, dos grandes y pesados portones, con dos tiradores que parecen labrados en bronce. Las dos mismas esculturas a ambos lados de piedra blanca que no logro identificar. Tal vez alabastro.

Retrocedo por el mismo pasillo mientras me pregunto si estaré sola. Vuelvo a estar en el punto de partida. Si el camino que he desandado claramente no me conduce a la salida, intentaré traspasar los dos grandes portones.

Sujeto uno de los tiradores con ambas manos y tiro, nada, la puerta no se mueve. ¿Tal vez hacia afuera?Empujo, tampoco se mueve. O bien está cerrada al otro lado, pues no observo ninguna cerradura, o bien es tan pesada que no tengo suficiente fuerza.

Me detengo para observar a mi alrededor en busca de otra vía. No hay ventanas, no aprecio ninguna otra posible escapatoria. Vuelvo a tirar, esta vez con más ahínco. Llego a la conclusión de que no está cerrada, simplemente, es demasiado pesada para desplazarla a mano. Busco un interruptor, creo que el mecanismo de apertura puede ser eléctrico. Ni a un lado ni al otro, ni tras ninguna de las esculturas. No encuentro ninguna manera de activar su apertura. 

Me dirijo hacia el pasillo de nuevo. Tal vez en la siguiente estancia descubra el modo de salir. Atravieso el corredor, alcanzo la habitación y continúo hasta alcanzar los portones. Repito la operación pero las puertas no ceden a mi esfuerzo. Tampoco observo interruptores ni palancas que puedan servir para abrirme el paso.

Continúo en silencio preguntándome que clase de pesadilla estoy viviendo. No hay manera de huir, tampoco nadie, al parecer a quien acudir para que me oriente en este laberinto simétrico. Tengo un momento de claridad. Me sitúo en el centro del pasillo, mantengo abiertas las puertas en sus extremos. Dirijo mi mirada hacia un lado, después al otro. Desde el centro del corredor, a través de los dinteles, puedo ver parte de ambas habitaciones. Es como contemplar una imagen en un lado y su reflejo en un espejo al otro extremo. Salvo que mi imagen no aparece en ningún momento.

Trato de comprender el por qué de la situación, el por qué de esta armonía, cuando escucho un chirrido metálico acompañado de un crujido. Regreso a la primera estancia para descubrir que los pesados portones se están moviendo. Corro hasta la otra alcoba pero los de esta permanecen cerrados. Vuelvo en una veloz carrera al encuentro de la  apertura pensando que voy a encontrar la libertad, o tal vez, el despertar de un mal sueño. Sin embargo, cuando entro por el hueco que han dejado ambas hojas, penetro en otra sala. A diferencia de las anteriores, esta permanece en una turbadora penumbra. Permanezco inmóvil, esperando que mis ojos se habitúen a la escasa luminosidad. Comienzo a ver cuando una voz, masculina, serena y muy grave procedente de mi derecha me saluda.

- "Bienvenida. Te esperabamos"

Me giro para encarar a quien me habla. Mi vista tropieza con un gran estrado. Sus dimensiones no son humanas. Tras este, cuatro rostros, pétreos y andróginos, de duras facciones, altas frentes y mentones muy marcados, me observan inquisitivos con sus pequeños ojos. 

Sin articular palabra vuelven a dirigirse a mí : 

- "Bien, cuéntanos por qué debemos perdonarte"

Estoy atemorizada. No sé quienes son ni que quieren de mí. Desconozco qué les he hecho para que deban perdonarme. Les observo, paralizada por el miedo. Cada segundo que paso frente a ellos me siento más y más pequeña. No puedo reaccionar. No me salen las palabras. Mi cerebro funciona a pleno rendimiento generando ideas para justificarme. Pero, ¿justificarme de qué? Al mismo tiempo la lógica me grita que me defienda. No puedo. Tras cientos de pensamientos contradictorios llego a la conclusión de que diga lo que diga, y haga lo que haga, el resultado no va a variar. 

He perdido la noción del tiempo. 

- "No tienes nada que decir"

Un escalofrío recorre mi espalda. Pudiera ser una pregunta, no obstante, la percibo como una sentencia. 

Trato de hablar, balbuceando, mientras miro hacia arriba en un intento de distinguir en alguno de ellos un atisbo de humanidad, de indulgencia. Permanecen inmutables, sin expresión. Continúo pronunciando sinsentidos mientras mi cuerpo trata de reunir fuerza para huir de allí, hacia la luz que había abandonado al otro lado de las puertas. De reojo las observo, estan cerradas. No sé en que momento han vuelto a atrancarse. No hay salida posible. Repentinamente, en la sala comienza a levantarse algo que se me antoja como una densa y húmeda neblina. Un sonido mecánico seguido de un crujido que asemeja a un lamento y la salida se abre ante mis ojos. Esta vez, no escucho ninguna voz, no obstante, sé que me estan hablando, puedo oírlos en mi mente. Me dicen que tengo que repetirlo todo, que esta vez será más fácil puesto que ya tengo algunas lecciones aprendidas, pero que he elegido mal el escenario y la dificultad del juego desde el principio y me va a resultar duro superarlo.  Corro a través de la bruma, cada vez más densa, hasta mi libertad, empujada por un miedo visceral, por ese necesario terror que nos ayuda a sobrevivir. 

Vuelvo a estar en mi dormitorio, sobre mi cama, envuelta en un frío sudor y respirando agitada. No me consuela pensar que todo ha sido un delirante sueño, una pesadilla. 

Dicen que cada metal tiene un sabor distinto,  y si esto es cierto, a cada uno por tanto le corresponde su esencia. No necesito acercar mis manos al rostro para percibir el olor. Identifico el aroma metálico. El mismo que desprendía el almirez de bronce que adornaba la alacena de mi abuela. Un pesado mortero entre gris y verduzco que cuando ella frotaba para limpiarlo desprendía la misma fragancia que ahora podía percibir en mis manos.
Almirez, bronce, Ana Ruiz de Eguilaz
Imagen fuente : Wikimedia commons





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